Pierre Assouline: Daniel H. Kahnweiler. L’homme de l’art. Ed. Galería Miguel Alzueta, Barcelona, 2009. Traducción de Manuel Serrat Crespo.
El Salón de los independientes es el que más le entusiasma. Realmente vale la pena y salva la institución de los Salones, al igual que la sala Caillebotte salva el museo de Luxemburg. Fernand Léger lo describiría un día como un salón de pintores para pintores, abierto a la investigación y bastante fuerte como para enfrentarse con los burlones llegados en manadas para señalar con el dedo o soltar la risa, como se va a Médrano. Comparando con un drama la primera vez que un joven pintor cuelga sus obras en ese santuario, dirá incluso que, si los burgueses tuvieran conciencia de ello, entrarían en el mismo respeto que en una iglesia.

Retrato fotográfico de Daniel-Henry Kahnweiler.
Kahnweiler se encuentra a gusto en esas destartaladas barracas, del Cours-la-Reine a la Tullerías.
En el mismo lugar donde, bajo el Antiguo Régimen, la corte y la nobleza se paseaban, pintores de los grandes Salones deambulaban ahora. El espíritu del lugar está por entero en el carácter provisional de sus tablones, en la antípodas de los suntuosos Petit y Grand Palais. Naturalmente, la falta de selección permite que lo peor se codee con lo mejor. Pero no le disgusta poder hacer su propia elección. Para Kahnweiler, la imagen más fiel que nunca podrá darse de los independientes es el cuadro del Aduanero Rousseau: La Libertad invitando a los artistas a tomar parte en la 22ª exposición de artistas independientes. Se pueden ver telas amontonadas en carretas o llevadas bajo el brazo como si fueran un vulgar periódico, pintores con sombreros de alas anchas haciendo, enfebrecidamente, cola a la entrada. Se adivina la generosidad de los decanos, que gozan ya de cierta notoriedad y proponen a los debutantes y a los recién llegados colgar las obras junto a las suyas, y luego la muchedumbre, mezcla de guasones y apasionados.

Henri Rousseau: La Liberté invitant les artistes à prendre part à la 22ème exposition des indépendants (1906)
Habitual de los museos y, sobre todo, de los Salones, Kahnweiler educa su mirada. Se forja, para uso personal, instrumentos de medida que permitan las comparaciones. Sus exclusivas se precisan a medida que su gusto va aguzándose. Van Gogh le conmueve, pues pone su vida, su experiencia, sus propios colores en sus cuadros. […].
Estos Salones tienen su importancia: forman una generación de espectadores. Kahnweiler aprende a mirar, Rupf prepara su futura gran colección.
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(Le intimida entrar en las galerías porque no puede comprar).
Museos, Salones; ¿y las galerías? El joven Kahnweiler no se atreve. Demasiado intimidado para cruzar los famosos felpudos que le impresionan más que el Rubicón a un general romano. Cuando se decida, podrá decir como César: la suerte está echada. Pero todavía es demasiado pronto. Y no es que no haya paseado por el barrio de las galerías. Conoce bien los escaparates.
(Reacción violenta del público ante los Monet de Londres).
Ante el de Durand-Ruel asiste a una escena inolvidable. Se expone la serie de treinta y siete telas que Monet ha pintado sobre el Támesis y que ha traído de Londres. Ante los cristales, dos cocheros de fiacre, con los rostros rubicundos e hinchados de odio, dispuestos a estallar y vomitar su aversión, gritan: “¡Hay que derribar el escaparate de una tienda que luce semejantes porquerías!”

Claude Monet: Houses of Parliament, London, 1904
La violencia de su reacción le hace reflexionar. Más allá de su carácter primario e impulsivo, recibe una lección de modestia para el porvenir. Y una lección a secas: para que una pintura exista, primero tiene que sorprender.
La galería Durand-Ruel, en el momento de la presentación de los Monet de Londres, es tal vez la única donde ha entrado por unos minutos. Hay mucha gente, es una exposición pública. Y toda esa gente no ha venido a comprar. Esto es, principalmente, lo que le impide visitar galerías como lo hace con los Salones: cree que es preciso haber sido admitido para penetrar en el santuario; está convencido, especialmente, de que cuando se entra es para comprar un cuadro. Sólo. No para mirar. Al contrario de un museo.
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(Aspiraciones del joven galerista: imponer su gusto al público).
Quiere ser un Durand-Ruel o un Vollard, es decir, un precursor que compra lo que le gusta e impone su gusto al público: “Y el público se ha mantenido porque esos hombres tenían razón”. A su modo de ver el gran marchante no debe limitarse a nadar a contracorriente sólo cuando se trata de la pintura de su tiempo, también puede hacerlo con la pintura antigua comprando, por ejemplo, en 1900, algunos Greco.
Es pues un marchante de cuadros principiante, de veintitrés años, lleno de esas victoriosas certidumbres, el que se dirige aquel día al Salón de los Independientes con la firme intención de comprar. Nada sabe del comercio de la pintura. Conoce mejor el arte que el mercado del arte, pero paseando por el Salón, aprecia o detesta sin complejo alguno, convencido de que es preciso complacerse en el conocimiento siempre que se contemplen con humildad las telas. Lo recordará durante mucho tiempo como una cantinela: “Suele decirse: perdone, como usted sabe, no soy músico; pero nadie dice: perdone, no soy pintor”.
No tiene criterios prefijados y se esfuerza por permanecer ingenuo ante su emoción, confiando tan sólo en su propio juicio y en su propio gusto en la medida en que se considera sensible a la belleza. Si la conociera, tal vez haría suya la frase de Henri-Pierre Roché, escritor y coleccionista: “Lo Bello es la envoltura de lo incognoscible. El criterio es un termómetro farmacéutico. ¿Dónde hay que ponérselo?”.
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(En su galería: labor pedagógica. Una galería no necesita a las masas).
A los nuevos aficionados, Kahnweiler les habla en un nuevo lenguaje, en un tono que no suele escucharse en las galerías. No les aborda, no les molesta cuando entran en su casa. A petición suya, les habla de la pintura que le gusta y de los artistas, explicando, mostrando, absteniéndose de demostrar nada. La cuestión del dinero llega más tarde, como si fuera un inconveniente inevitable. Se sienten confiados. Y es que el marchante no intenta colocar a toda costa uno o varios cuadros. Convencido de que un artista y una galería no necesitan a las masas, ni siquiera al público, sino sólo a unos fieles con los que se pueda contar, apuesta a largo plazo e intenta, ante todo, hacerse con ese puñado de temerarios aficionados que sobresalen del lote. Persuadido de que su pintura se impondrá un día u otro, se plantea en primer lugar crear circunstancias favorables para su desarrollo y suscitar un duradero ardor entre los coleccionistas. Paciente, didáctico, pedagogo, incluso en exceso, “hace ver” los cuadros y enseña los medios de apreciarlos en su justo valor.
(pp. 91-92).
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(Bautismo del cubismo: 14 de noviembre de 1908, crítica de la exposición de Braque en la calle Vignon, aparecida en el Gil Blas).
(…) construye sus monigotes metálicos y deformados, que son de una terrible simplificación. Desprecia la forma, lo reduce todo, parajes, figuras y casas, a esquemas geométricos y a cubos. No nos burlemos de él porque lo hace de buena fe. Y esperemos.
CUBOS… Es la primera vez que se emplea la fórmula para designar esta pintura. Aun cuando, por lo que cuenta el rumor, un miembro del jurado del Salón de otoño dijo: “Braque pinta pequeños cubos”, es la primera vez que la palabra se imprime en este sentido. Buena o mala, adecuada o inoportuna, está lanzada. Nadie podrá ya retirarla. El cubismo ha sido bautizado por alguien a quien no le gusta. La palabra quería ser, sencillamente, maligna y burlona, de uso limitado y, en cualquier caso, puntual. Pero entrará en la historia.

Pablo Picasso: Retrato de Daniel-Henry Kahnweiler, 1910.
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El año 1908 termina. No es el momento del balance, sino de las grandes decisiones. Las condiciones en que se ha efectuado la exposición Braque, su impacto y los comentarios que ha suscitado han dado la razón al marchante. De acuerdo con sus pintores, decide no organizar más exposiciones personales en la calle Vignon y no enviar más telas a los Salones. ¿Para qué mostrar cuadros a gente que no está preparada para recibirlos? Se colgarán en la galería a medida que vayan llegando, y eso será suficiente. Pero no se mostrarán al exterior y nada se hará para darlos a conocer por los deletéreos medios de la publicidad. Eso no impedirá a Kahnweiler hacer que sus fotos y sus telas sigan circulando por el extranjero a petición de los coleccionistas y las revistas de arte.
De este modo, cuando el cubismo nace en París, la capital francesa es uno de los lugares donde menos oportunidades se tiene de verlo. Al margen de algunos talleres, que naturalmente no están abiertos al público, y de una pequeña galería que apenas sí lo está… Para encontrar el cubismo en el París de 1908 hay que buscarlo intencionadamente.
Pierre Assouline: D.H. Kahnweiler. L’homme de l’art. Traducción de Manuel Serrat Crespo.