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Jean Renoir sobre el público y las obras de arte

Fragmentos de Jean Renoir hablando de su padre, Pierre Auguste Renoir.

En Jean Renoir, Renoir, mi padre, Alba ed., Barcelona, 2007 (Trad. María Teresa Gallego Urrutia)

Lo que estoy sacando a relucir aquí es toda la cuestión de la difusión de las obras de arte. Sólo quienes se icen hasta el nivel del artista pueden participar en la conversación. Y en un número forzosamente limitado. En tal caso ¿por qué hay museos abiertos al gentío inculto? A esta pregunta Renoir contestaba que la forma adecuada de aprender una lengua extranjera es ir al país y oírla hablar. La única esperanza de llegar a entender la pintura es ver pintura. “Y si de un millón de personas que pasan sólo hay una que note algo, ya es suficiente para justificar los museos”. […]

“La exposición se inauguró pocos días antes que el Salón. Sabido es el resultado. ¡Otro desastre! “Lo único que sacamos en limpio de esa exposición fue esta etiqueta de “impresionismo”, que aborrezco!” Un cuadro pequeño de Claude Monet que representaba un paisaje brumoso bajo un sol de invierno tuvo la culpa. Con la mayor inocencia, el pintor lo llamó Impresión. Un tal Leroy, crítico de Le Charivari, destacó ese título en su artículo y se lo colocó con intención irónica al conjunto de los expositores. Se les quedó el nombre. El público se mostró a la altura d elos periódicos. Llovían las guasas, las bromas y los insultos. La gente iba a la exposición para “pasárselo bien”. Les costaba contener la ira ante los personajes de Degas y de Cézanne e incluso ante las deliciosas muchachas de Renoir. El palco estaba especialmente en el punto de mira. “¡Vaya jetas! Pero ¿de dónde han sacado esos modelos?” ¡Era mi tío Edmond y la encantadora Nini! Paul Cézanne, el hijo, aseguraba que un visitante indignado había escupido al Muchacho con chaleco rojo de su padre, ese mismo cuadro que acaba de alcanzar un precio astronómico en una venta en Londres y que los periódicos del mundo entero han reproducido entusiasmados.” […]

«“Los franceses pintan, pero no les gusta la pintura”. Decía también: “No trabajamos para los críticos, ni para los marchantes, ni siquiera para los entendidos en general, sino para la media docena de pintires que pueden calibrar nuestros esfuerzos porque ellos también pintan”. Tal afirmación le parecía restrictiva en exceso y rectificaba: “¡También pinta uno para el señor Choquet, para Gangnat y para el transeúnte desconocido que se detiene ante el escaparate de un marchante y siente dos minutos de placer al mirar uno de nuestros cusdros!». […]

«Más adelante, Renoir asistió a una representación de La valkiria en Bayreuth: “No hay derecho a encerrar a la gente tres horas en un lugar oscuro. Es un abuso de confianza”. Estaba en contra de las salas de espectáculos a oscuras. “No queda más remedio que mirar el único punto de luz, el escenario. ¡Eso es tiranía! Puede apetecerme mirar a una mujer bonita que esté en el palco. Y, además, seamos sinceros: ¡la música de Wagner es una lata!”. […]

«Mi padre sacó a colación la cuestión de los teatros a oscuras: “Para mí, el espectáculo está no menos en la sala. El público tiene tanta importancia como los actores”. Me decía que en Italia, en el siglo XVIII, cuando todo el entresuelo era de palcos, la gente consideraba el teatro como un punto de reunión. No se iba sólo a ver la obra, se iba a que lo vieran a uno. El palco, al que precedía con frecuencia un exiguo gabinete, era una prolongación del salón del palazzo. (…) “Lo que me fastidia del teatro moderno… es que se ha vuelto solemne. Parece que estás en misa ¡Cuando me apetece ir a misa, me voy a una iglesia!” Confieso que, como autor de obras de teatro y de mis peliculas, no comparto el entusiasmo de mi padre pr los espectadores que charlan durante el espectáculo. (…). (Auguste Renoir) Iba al etatro como los demás van a dar un paseo por el campo los domingos, para disfrutar del aire puro, de las flores y sobre todo, del gozo de los demás paseantes.» […]

«Renoir, por su parte, sentía la imperiosa necesidad de ver los cuadros de los grandes maestros del pasado en su país de origen. Velázquez en Madrid y Tiziano en Venecia. No se apeaba del criterio de que “los cuadros no son para llevarlos de un lado para otro” y que hay que verlos bajo la capa del cielo que albergó a sus autores. En 1881 empezó una temporada de viajes apasionados cuyo remate consistió en importantes decisiones tanto en la vida privada cuanto en el oficio de pintor.»